Historias de Buenos Aires – La Señora María Marcela

ASÍ SE VIVE Y ASÍ SE MUERE.     
La señora María Marcela (así la llamaban, con sus dos nombres) era una viejita muy viejita y físicamente muy pequeña, producto también del paso de los años.

Baronesa María Marcela Roca Funes

Uno podía observarla y temer que un ventarrón la levantara por los aires, sin piedad.

Ella vivía, solita, en un semipiso del Barrio de Recoleta, y manejaba todas sus cuestiones personales con total solvencia:

Pagaba sus impuestos con puntillosidad espartana, organizaba el aseo de su departamento, iba en persona a realizar las compras.

Los viernes iba a la peluquería y charlaba con todas las clientas, que la adoraban.

Para Miguel, su peluquero, era como su abuela. Solo la peinaba, nunca le cortaba. María Marcela adoraba que Miguel  la peinara.

Todos los días, en la carnicería de Augusto, compraba un bife de lomo, que siempre debería pesar 200 gramos y no poseer una gota de grasa.

Todos los días, compraba una baguette en la antigua pero legendaria boulangerie del Alvear, cuando el Alvear no era tan francés. Erik, el maestro panadero, la cocinaba exclusivamente para ella, con el tostado perfecto.

Amaba las medialunas de manteca de La Jirafa Roja, un bolichito sobre Callao y Libertador, ahí en diagonal al Italpark. No resultaba extraño verla varias mañanas muuuuuyyy temprano, desayunando allí. Alfonso era su mozo de siempre y la atendía primorosamente

En todo el detalle de esta rutina diaria que les acabo de relatar, no es necesario decirles también entonces que si bien sus gastos eran exiguos, y sus gustos eran más bien humildes, nunca pero nunca la viejita tuvo que pagar nada: ni peluquero, ni bife de lomo, ni baguette, ni café con leche y medialunas.

Todos le regalaban sus servicios y sus productos, solo por el hecho de que les fuera a comprar a ellos. A lo mejor de tan viejita, a lo mejor de tan simpática.

No es que ella no quisiera pagarles, de hecho tenía siempre un monederito lleno de billetes. Lo sabían bien los pobres diablos que la esperaban siempre a la misa de las 7 de la tarde, en la puerta de la Iglesia del Pilar.

Sin embargo, María Marcela les regalaba algo, con cariño. Todos los días iba a comprar un cuarto de masas finas a la Confitería San Agustín, sobre Las Heras esquina Tagle. Un día ese cuarto se lo regalaba a su peluquero, otro día a su carnicero, y así. Rotaba dulzura, podríamos decir.

Pequeñita, coqueta, impecable, delicada, «charleta», curiosa, extrovertida, siempre informada, era como la abuela mimada de todos….

Para mediados de 1978, los lugares que solía frecuentar, comenzaron a llenarse de personajes que al poco tiempo recibirían el apodo de «nuevos ricos».

Ya un poco la trataban de «la viejita loca», con tonos más despectivos que amorosos.

Cuando contaba de sus viejas historias familiares, ya aparecían algunas que con su vozarrón cortaban su relato y empezaban a contar miserias propias, tales como sus últimos affaires con sus personal trainers, casi divertidas con los cuernos que les colocaban a sus poderosos esposos a veces banqueros, a veces dueños de cuevas financieras, o casi siempre jóvenes directivos de poderosas compañías que habían hecho sus fortunas al amparo de negocios no tan claros.

Erik ya no pudo amasarle más su amada baguette: el Alvear cerró su boulangerie, aquella de cuando el Alvear todavía no se había afrancesado del todo. La panadería de Quintana y Callao (que todavía existe!) solo vendía pan francés  que (claro) en nada se parecía….

Cuando iba a la carnicería, ya las «nuevas clientas» no le respetaban ni su turno, y mucho menos sus canas: «Abuela estoy muy apurada, compro rapidito y que luego la atiendan a Ud., sabe?». Augusto hacia lo que podía ante ese aluvión zoológico, pero munido con plata fresca.

En La Jirafa Roja, Alfonso hacia lo que podía para que los trasnochados jóvenes no le ocuparan a María Marcela, su mesa. No siempre lo lograba.

El 28 de Diciembre de 1980, tal vez cansada de los nuevos tiempos, avisó que iba a pasar solita su alma el fin de año, y que había elegido 1981 para juntarse al fin con su esposo e hijos en los siempre verdes campos del más allá.

Solo atendió los llamados telefónicos de Augusto, Erik, Miguel y Alfonso, sus queridos (a esta altura) amigos. Que estaban sorprendidos por la noticia que había llegado a sus respectivos oídos.
Ella los tranquilizó.

No muchos más la llamaron.

A principio de Marzo de 1981, decidió rememorar viejos tiempos e ir a tomar (muy consciente ella de sus tiempos) su último té con masas en La Biela, histórica esquina a la que hacía quince años ya no concurría, desde el mismo día que le dijeron que su mozo preferido, el de los últimos 30 años, había fallecido.

Aquella a la que las nuevas cholulas y pseudo señoras «bián» habían despechado (ninguneado, bah) se hubieran quedado con sus labios botoxeados, colgando, de haber presenciado la siguiente escena:

La señora María Marcela se sentó a su mesa, pidió a un mozo (que no conocía) su five o’clock tea con masas finas y, mientras esperaba su tal vez última merienda, casi todos los habitués de La Biela se pusieron de pie (unas 70, a lo mejor 80 personas) y se dirigieron a su mesa a saludarla, a brindarle sus respetos. A despedirse.

Todos ellos, enormes, conocidos, prestigiosos y legendarios personajes del Tout Buenos Aires, hombres y mujeres de poder y antología, se colocaron en fila y pugnaron por recibir un beso cortés o aunque fuera un pequeño abrazo apasionado de aquella mujer, pero eso sí: todos (pero todos todos) moqueando  y con sinceras lágrimas en sus ojos….

Tal vez porque las mujeres y los hombres de bien no llegan nunca tarde a sus citas, el 29 de Julio de 1981 la Señora María Marcela, mientras tomaba una plácida siesta en su mecedora, partió a caminar dulces praderas, a encontrarse y disfrutar el resto de su siguiente vida junto a su esposo y a sus amados hijos, a quienes había sobrevivido por muchos años. A lo mejor, demasiados.

La Baronesa María Marcela Roca Funes, viuda del Barón Antonio Oscar De Marchi Crohare, hija de Clara Dolores Funes e hija predilecta del Presidente Julio Argentino Roca, nos abandonó con toda sencillez, bajo perfil y enorme dignidad, a sus 104 espléndidos años.

Nadie la recuerda, creo que solo yo. Supongo que la seguiré cuidando en Recoleta. Para siempre. Si me da la salud, claro, uno también se pone grande.

PD: Luego de recibir grandes honores y póstumos homenajes en las páginas de Clarín y La Nación, al mes de fallecer la hija de Roca, tanto Augusto como Miguel como Erik y como Alfonso recibieron (el mismo día) un regalo póstumo de «la viejita»:

Una camioneta F-100 cero kilómetro roja  para el bueno de Augusto, un coqueto local en el barrio de Belgrano ya montado con máquinas de panadería (sobre Av Cabildo) para el sensible Erik, una suma equis de dinero para agrandar su local de la calle Anasagasti para el amoroso de Miguel  y un pequeño chalecito en Necochea  para el muy atento Alfonso.

Es que a todos ellos, la SEÑORA María Marcela les conocía sus sueños.       

Me pareció una historia deliciosa que elegí compartir con todos ustedes para amigarnos un poco más con ese costado, sensible, amoroso y humano que a veces siento que estamos perdiendo.

Que tengan una buena vida!

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