Noviembre 2011
Una vez que logré zafar del vendedor de alfombras del Gran Bazar, salí en busca del Mercado Egypcio, más conocido como “el Mercado de las Especias”.
A simple vista, en el mapa estaban muy cerca, separados por una inmensa avenida de cinco carriles y metrobus en el medio; pero no era tan así y cada vez que preguntaba me daban una explicación diferente, todos me señalaban un lugar distinto. Compré un mapa y pedí instrucciones, no entendí ni a la gente ni al mapa. No me importó, preguntando se llega a Roma.
Estambul es un laberinto eterno, lleno de recovecos, vueltitas, un desafío para cualquier corredor de autos, todas las calles tienen curvas y contracurvas. Con el mapa bajo el brazo, llegué a un lugar que me resultó familiar: la Plaza de la Mezquita Azul y Aga Santa Sofía. Me sentí como en casa. Volví a preguntar y un señor, en un inglés muy precario, me dijo: ”siga al metrobús 20 minutos y cuando llegue al puente del Gólgota, al lado está el mercado; por primera vez en mi vida, acaté la instrucción y sin repetir y sin soplar, caminé 20 minutos por una callecitas de cuento.
Pasé de nuevo por el Palacio Topkapi, volví a preguntar y todavía faltaban 300 metros más hasta que, en un momento, empecé a respirar ese aire de mercado, pájaros alborotados volando en remolinos y a mi izquierda una selección de plantas exuberantes donde no faltaban flores de todo tipo y muchas orquídeas. Es por acá, casi sin querer había llegado al mercado de flores y de aves que está en un lateral de uno de los mercados más grandes e icónicos del mundo: El Mercado Egipcio. Seguí avanzando por un pasillo mientras me deleitaba con los colores y variedades de rosas, lavandas y jazmines , a pocos metros divisé una puerta enorme, asomé la cabeza y, finalmente, entré por una de las seis puertas de esa construcción en forma de L, que funciona como uno de los mayores centros de abastecimiento de especies desde 1660, a metros del lugar donde el mundo se divide entre Oriente y Occidente.
Sentí un deja vu y como si hubiese atravesado el ropero de Narnia, entré a un universo de colores y sabores, los aromas y perfumes eran tan persistentes que me dejaban su impronta grabada en el fondo de la nariz. Y aunque no podía reconocer a cada uno, intuía qué había en cada bancarella solo por el olor, una suerte de juego del gallito ciego pero de esencias y perfumes.
Montañas de henna en polvo de un color pardo oscuro; pilas de semillas de cardamomo, flores de anís estrellado y clavos de olor; nueces moscadas en fuentes de vidrio, todo en un tamaño descomunal, no me alcanzaban los ojos para descifrar tanta información y la voz de mi conciencia no paraba de susurrarme por lo bajo: no te podés llevar todo a casa.
Unos pasos más adelante, me topé con los puestos de quesos, aceites, frutos secos y delicias turcas –Lokun– una suerte de confitura hecha a base de almidón, azúcar y agua; todo tipo de frutas abrillantadas y bombones de mazapán.
En otro sector se desplegaba un mundo de embutidos, algunos nunca vistos; toneles de miel diferenciadas por el tipo de campo de flores en el que libaron las abejas y las infaltables aceitunas en un sinfín de colores y formas. Finalmente, en un rincón reconocí las hierbas aromáticas y medicinales.
Las especias son esenciales en Estambul y están en todas las celebraciones. El arroz con azafrán no puede faltar en las bodas, el comino se usa para proteger a los niños del mal de ojos, y el clavo de olor es imprescindible para aromatizar el café que se sirve a las visitas.
Después de dar varias vueltas por cada rincón, finalmente entré a un puesto de variedades de té donde; un adolescente de 17 años, me ofreció probar té love y unas delicadas confituras turcas. Entre charla y charla, me preguntó si tenía una hija y con esa excusa y otras más me vendió de todo: especies para los amigos, tea love, una mezcla perfecta de naranja seca, capullo de rosa roja y púrpura, hibiscus, cáscara de limón y rosa mosqueta. También una bolsita de té de hibiscus – flores de rosa china -, té de cubitos de manzana secados al sol y una preparación especial de Istambul tea –o té de invierno–, a base de naranja para el resfrío. Podría haber comprado todo, el olor y el sabor de cada una de las cosas que probé, junto con la amabilidad de Aladdin –así se llamaba el joven– convirtieron la salida en una experiencia única. Esta vez no me propusieron matrimonio, sino que le pidieron la mano de mi hija. Intentó arreglar el matrimonio de antemano para asegurarme la provisión de especias, pero el pretendiente dejó claro que primero la tenía que conocer.
En mi bolsa de compra había de todo, mucha más de lo que debería llevar en mi equipaje de mano: tres kilos de té, delicias turcas para madre y tías, amuletos, café, henna, especies, coladores diminutos, vasitos de vidrio con arabescos dorados y varios manteles de lino que fui encontrando camino a la puerta principal.
Empezaba a caer la tarde frente al Cuerno de Oro, donde el mundo se divide entre oriente y occidente, el sol tibio de principios del invierno tiñó todo en tonos de rosas, grises y dorado y el Bósforo se convirtió en un espejo gigante que contenía la historia de toda la humanidad.
Que tengan una Buena Vida!